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Piñas
lunes, diciembre 9, 2024

El Carnaval Criollo

Piñas es un pueblo rico en  leyendas  y tradiciones que al traerlas a la memoria lo hacemos con nostalgia trasladándonos imaginariamente a esas épocas y tiempos pasados donde han ocurrido cosas interesantes y bonitas, irrepetibles ahora en estos días de tan diferente modo de vida.

Comenzaba la segunda mitad del siglo XX. En Piñas todavía se mantenía esa admirable y sincera-ahora lejana-relación de amistad entre la vecindad. No había una marcada distinción con  la vida del campo. No llegaba aún el pavimento, ni mucho menos el asfalto. Nuestras calles centrales estaban empedradas con piedra redonda azul de río, "tablódromo" propicio, cuyo vehículo característico era una tabla a la que se le aplicaba cebo de vaca traído directamente del camal para que adquiera mayor velocidad. Tomando viada desde la cima de la calle, sentados sobre la tabla nos lanzábamos cuesta bajo peligrosamente hasta el final del empedrado donde luego de recuperarnos del suelazo cogíamos nuevamente la tabla para trepar otra vez y probar una carrera más. Es que teníamos que demostrar  a los demás que nuestra tabla era la mejor. Este era un juego de niños patalsuelo.

Así mientras los muchachos jugábamos todo el santo día como Juanes sin pensión en las calles, las mamacitas hacían gala del bien llevarse entre comadres y vecinas. Aplicaban un común sistema de ayuda y auxilio en sus momentos más urgentes cuando intentaban arreglárselas o darse modos para preparar la comida del día, milagros que solamente ellas saben hacer.

Una vecina decía a su hijo: Anda dile a mi comadre M. que me preste una tasa de arroz. Otra mandaba  a pedir media tacita de azúcar. Y así; otra pedía una cucharadita de manteca, un poquito de aliño, una cebolla, una untadita de achiote, dos papitas, dos ramitas de culantro, etc., etc. En las noches, según la dolencia de las criaturas, una cajita de mentola, timolina, mejoral, una ramita de manzanilla, clavo de olor para la muela del muchacho, etc.

Todos estos materiales eran devueltos con prontitud y en la medida exacta, esto ayudaba a conservar esta confianza con la que satisfacían recíprocamente las necesidades del momento. Además, cuando por algún motivo, una familia pelaba chancho, chivo o borrego, todos los vecinitos participaban de estas comilonas; y no es que se acercaban "al olor", sino que estaban formalmente convidados, como era la costumbre y la tradición que ha desaparecido quizá porque somos, hoy en día, muy numerosos. Los brazos y las puertas estaban abiertos para todos sin excepción, para las visitas, las invitaciones, los compadrazgos para el rezo del rosario todas las noches, etc.

La única vez que se cerraban  y aseguraban con mucho cuidado las puertas era durante el carnaval, especialmente cuando en la mañana se divisaban a familias enteras en recorrido iniciando este juego, encantado para unos, odioso para otros y que se esmeraban por cumplir un año más con la costumbre de compartir el polvo, el agua y el achiote con las demás familias del barrio. Al ver todas las casas cerradas y aseguradas como verdaderas fortalezas, los carnavaleros se daban modos para ingresar y carnavalear a sus propietarios a quienes los capturaban aunque estuvieran escondidos debajo de sus camas. Actuaban como si cumplieran una severa y drástica orden de allanamiento.

Los invasores comenzaban su "visita" primero por la cocina para abastecerse del achiote, la manteca, la harina y el tizne de las ollas para luego proceder a dejar completamente embadurnados e irreconocibles a los dueños de casa, los que no se resentían, hacían de tripas corazón y por lo general se sumaban al grupo para engrosar las filas de abusivos aprovechadores que ya era un batallón con multicolor camuflaje y hacer más fuertes las hueste y facilitar así el éxito de esta tradicional acción carnavalera.

Lo peor era cuando ya todo había pasado. Al atardecer, las amas de casa, luego de un fastidioso y largo baño con bastante jabón negro o Águila de Oro, iban a revisar la cocina, se sorprendían al ver que toda la comida había sido devorada por los delicados y considerados caballeros.

Como habíamos dicho, tales invasiones las iniciaban siempre por la cocina, que era un esperado objetivo por los más vivos del grupo donde existía un delicioso botín que nunca se libraba del saqueo. Si había un choclito, una presita, una tortillita, ¡que bueno!. Esto se convertía en un artículo "para llevar" cuando el asalto debía ser realizado con la mayor rapidez y salir zumbando de allí. Cuando el ambiente no exigía apresuramiento y no se preveía ‘peligro alguno, se podían servir en ese mismo lugar de origen; a veces tenían el cinismo de sentarse cómoda y orondamente a la mesa. Resulta entonces que mientras los sometidos "engrosaban" las filas de sus opresores, estos en cambio, "engordaban" las filas a costa de la sabrosa comida y criolla de ese tiempo.

De todas maneras este juego era emocionante  aunque grotesco y repugnante. Imagínese que se volviera   a dar ahora ¿Cuáles serían las consecuencias? Juicio seguro, venganza y prisión; elevada multa, pago por daños y perjuicios. Costaría no solamente un ojo sino talvez los dos ojos de la cara. Con lo cara que está la comida, ¿verdad?

Fuente: Leyendas, anécdotas y tradiciones de Piñas. Lcdo. Wilfrido Torres León

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